INTRODUCCIÓN
Los primeros documentos del Antiguo Testamento
dan testimonio de la integración de la mujer en las comunidades cristianas, no
solo en el plano de la praxis sino también en la reflexión teológica: «Ya no
hay judío ni griego, esclavo ni libre, varón ni mujer, porque todos vosotros
sois uno en Cristo Jesús» (Gál. 3.28).
Con esta fórmula bautismal, Pablo insiste en que
la Ley está superada; el rito de iniciación en la iglesia ya no es la circuncisión
(en que sí hay distinción entre hombre y mujer). Esta libertad de acceso continúa
la práctica histórica de Jesús conservada en los Evangelios, que dibujan un cuadro
de plena amistad con toda clase de mujer, inclusive con prostitutas (Lc 7.36–50).
Con una conducta poco usual para un rabino,
Jesús se hace acompañar de mujeres en su ministerio itinerante, y cuenta con su
apoyo (Lc 8.1–3). En las historias acerca de Jesús, se
presentan mujeres que necesitan sanidad (Mc 1.30–31; 5.22–43; Lc
13.10–17), y otras que reciben a
Jesús en su casa y dialogan con Él (Lc 10.38–42).
Se destacan las discípulas galileas que
acompañan a Jesús hasta Jerusalén, donde presencian la crucifixión y se
convierten en primeros testigos de la resurrección (Mc 15.40–41; Lc 24.1–10; Mt 28.1–10).
En el Evangelio de Juan persiste la presencia y
el protagonismo de la mujer. Un largo diálogo teológico toma lugar entre Jesús
y una mujer samaritana, quien emprende al final una exitosa tarea misionera (Jn 4.1–42). La confesión cristológica fundante de la
iglesia: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios», la pronuncia Marta de Betania.
Esta misma confiesa además la preexistencia de Jesús: «He creído que tú eres el
Cristo, el Hijo de Dios, que has venido al mundo» (Jn 11.27).
El evangelista Juan pone de relieve a una de las
mujeres presentes en la crucifixión, María la madre de Jesús, para señalar la incorporación
de ella a su comunidad (Jn 19.25–27).
El libro de los Hechos presenta una comunidad
cristiana en que mujeres y hombres son activos por igual; tanto unas como otros
son tocados por la persecución (Hch 8.3; 9.2). La mujer culpable de mentir ante Dios recibe
el castigo al igual que su marido (Hch 5.1–10).
Las cartas paulinas revelan una participación
activa de las mujeres en la obra misionera y la vida cúltica de las primeras
iglesias. Esto se refleja en la larga lista de saludos que Pablo incluye en Ro 16.1–15. De la veintena de personas que menciona, diez son
mujeres, y entre ellas se destacan varias que «han trabajado mucho» en el
Señor, expresión que Pablo emplea para describir también sus propias labores
apostólicas (1 Co 15.10; Gál. 4.11). En la lista aparecen FEBE y PRISCILA.
En 1 Corintios 9.5, Pablo revela que los otros apóstoles viajan y trabajan junto con
su pareja.
En el mundo grecorromano las sinagogas y otras
agrupaciones religiosas de distinto tipo incluían a mujeres, y en algunas de
estas las mujeres ocupaban puestos importantes.
En la iglesia de Corinto las mujeres
profetizaban y oraban en el culto (1 Co 11.5), y a ellas Pablo pide solamente que guarden las costumbres en
cuanto a cubrirse la CABEZA.
Aparece luego en la misma carta un párrafo en
que se pide a ciertas mujeres que interrumpen la reunión con sus preguntas, que
las reserven más bien para la casa y que guarden silencio en la reunión (1 Co 14.34–35). En una iglesia como la de Corinto participaban
mujeres solteras, casadas, separadas, viudas (1 Co 7).
En algunos de los matrimonios, uno de los
cónyuges no era cristiano. Ahí Pablo dice que la mujer cristiana, al igual que
el hombre cristiano, «santifica» a su cónyuge (1 Co 7.14). En Efesios 5.21–30 se recomienda que las parejas adopten una
relación de sumisión mutua (v. 21).
En el contexto social del siglo I, con sus
grandes desigualdades entre el hombre y la mujer, el autor de esta carta
desafía al marido a manifestar el carácter de Cristo en un amor y entrega para
el bien de la mujer. Este trato preferencial del marido hacia la esposa lo
convierte en fuente de vida para ella. Esta relación se plasma en la figura del
marido como CABEZA de la mujer (v. 23),
expresión que en el griego no significa autoridad ni mando, sino fuente u
origen. La mujer corresponde a este comportamiento del marido con su propia
entrega (vv. 22–24).
Esta mutualidad cristiana contrasta con los
códigos de conducta doméstica promulgados por los filósofos de la época, que
exigían un orden jerárquico entre marido y mujer, así como entre amo y
esclavos, y padre e hijos. En el ambiente de las ciudades del imperio crecían
las sospechas sobre las iglesias: su conducta igualitaria podía subvertir el
orden imperante. Por cierto, 1 Pedro 3.1–6 recomienda a la mujer con esposo no creyente que sea recatada y
sujeta, con el fin de evitar sus amenazas y posiblemente ganarlo para la fe
cristiana. En 1 Pedro 3.7, se pide al esposo cristiano que trate a su mujer
con consideración y honor, como coheredera de la gracia.
Cuando las iglesias comenzaban a
institucionalizarse, se restringía la participación de la mujer. El modelo de
la casa patriarcal recomendada a las iglesias en 1 Timoteo 3.3–4 conlleva la marginación de la mujer.
Específicamente, las cartas pastorales limitan la actividad de las viudas (1 Ti 5.2–16) y prohíben que la mujer enseñe en la iglesia (1 Ti 2.12). Las cartas indican que esta disposición
respondía a una situación particular en que algunas mujeres seguían a ciertos
falsos maestros y propagaban sus enseñanzas entre la membresía de la iglesia (1 Ti 4.1–3; 2 Ti 3.2–7)